Jueves 24 de Abril de 2025

24 de abril de 2025

El hombre que compartió cenas de Nochebuena y Pésaj con el Papa, y los detalles de las cartas que intercambiaban todas las semanas

Alberto Zimerman, de la comunidad judía y miembro de la DAIA, fue uno de los amigos del Papa argentino. En una conmovedora entrevista con Infobae, recuerda su primer encuentro, los intercambios epistolares, el carácter gracioso del Papa y la última carta que recibió del Sumo Pontífice, cuatro semanas antes de su muerte

>“Fue amigo de los judíos. Fue amigo de los musulmanes. Fue amigo de todos...”, dice conmovido Alberto Zimerman, de la comunidad judía y miembro de la DAIA, y reconoce que aún le cuesta hablar en pasado de Francisco, a quien como gesto de cariño y complicidad todavía llama Chief. “Él era un jefe”, lo define, con la sonrisa suspendida por la emoción.

En la madrugada romana del lunes 21 de abril, Durante más de una hora, en un extenso y sentido diálogo con Infobae, Zimerman habló del hombre que el mundo llora. Compartió anécdotas, habló de las cartas, llamadas, gestos y compartió una sola imagen: la última foto juntos, tomada en Roma.

Se conocieron en 1998, en la Catedral Metropolitana, cuando Zimerman —entonces voluntario de la B’nai B’rith— fue a pedirle a Bergoglio que autorizara una ceremonia interreligiosa por la Noche de los Cristales Rotos. El entonces arzobispo respondió: “No es el momento”, pero Zimerman, por un malentendido o problema de audición, solo escuchó el “no”. Dolido, reaccionó: “En nombre de mis cuatro abuelos y mis 19 tíos asesinados por ser judíos, muchas gracias”. Bergoglio no le respondió. Los miembros de la delegación se escandalizaron. “¡Me querían matar!”, recuerda, entre risas. Pero el cardenal no se inmutó.

Días después, mientras trabajaba en su oficina, recibió un llamado desde un número privado. “¿Alberto Zimerman? Habla el padre Jorge”. Lo sorprendió porque estaba inserto en unas cuentas que debía resolver y no supo quién era. Comenzó a repasar en su cabeza los nombres de los curas que conocía y ninguno se llamaba Jorge. “‘¿Qué padre Jorge...?’, le pregunté. Y me dijo: ‘¡Bergoglio!’... No se presentó como arzobispo, ni como cardenal. Era simplemente ‘el padre Jorge’”, recuerda y se ríe, como cada vez que una anécdota regresa a su mente y le pide paso a la emoción.

Desde entonces, la relación se consolidó y pasó de los llamados telefónicos a compartir momentos familiares. “Pasamos dos Nochebuenas juntos, las últimas que vivió en Buenos Aires”, cuenta. La idea nació de Alberto. “Creo que fue un 10 de diciembre cuando le pregunté qué hacía en Nochebuena. ‘Y, Alberto... ¿Qué voy a hacer? Doy la misa y después me voy a dormir... Usted sabe que yo me levanto a las 4:00 y a las 6:00 salgo para las villas′, me respondió. Él se levantaba todos los días a las 4 de la mañana y rezaba de cuatro las seis, pero no era un rezo automático. Él se metía dentro de él, hacía una profunda autorreflexión. Eso hacía el 25 de diciembre, por Navidad. Pero pasaba la Nochebuena solo. Al regresar a casa, le pregunté a Mabel si estaba de acuerdo con pasar esas Fiestas católicas con él. La primera que compartimos fue en 2010″, recuerda.

La amistad también se reforzó por la música. Sabía que a Bergoglio le gustaba la ópera, una pasión heredada de su abuela, que cuando niño lo sentaba cerca de ella a escuchar conciertos por radio, y le enseñaba a reconocer a quienes cantaban, y cada instrumento. En una visita al Vaticano, Alberto le llevó una caja con CDs. “Me dijo: ‘¡Cómo gastó tanto!’ Delante de mi hijo me retó —se ríe—. Y después me retó por otra cosa también. Era así, directo, gracioso, sincero”.

Aunque cada vez que viajaba, Alberto le traía un presente, la vez que viajó a Jerusalén, le preguntó qué quería de ahí. “‘¿Me trae una piedra?’, me pidió y sabía que ese era un pedido especial. Fui a un lugar que sabía era importante y cuando la tomé, una monja me gritó que no la sacara. Le dije que era para el cardenal argentino. Me respondió que no le importaba. Pero yo igual me la traje”, cuenta.

Deseaba que pudiera ir y volver con salud y en paz, que ningún enemigo lo dañara, que ninguna fiera lo atacara”, decía en esa oración. Lo recibió con emoción y le recordó que le había prometido pasar Pésaj en su casa. “Me dijo: ‘El lunes después de Semana Santa estoy en tu casa, Mabel, prepará una comida rica’”. Pero esa Pascua judía coincidió con su partida a Roma. “Viajó con una valijita chica, convencido de que iba a volver. Nunca pensó que sería elegido Papa. Yo creo que fue con la idea de hacer el ‘trámite’ y volver”, analiza hoy.

“Después de ser elegido Papa, me llamó mientras yo viajaba en el subte. ¡Me largué a llorar! Pensé que ya no me iba a llamar más. Pero me dijo ‘Hola, Alberto’, como siempre. Yo le reconocí la voz. Me aseguró que íbamos a seguir en contacto”. Y así fue. Poco después, le envió su dirección de correo electrónico personal, que no compartía con cualquiera. “Me dijo: ‘Escribime acá, y yo te contesto’”. A partir de entonces, comenzó un nuevo intercambio epistolar, ahora digital, que duraría hasta los últimos días de Francisco.

“Charlábamos de todo: de nuestras familias, de la situación en la Argentina, de política internacional. Era un jesuita: todo lo que pensaba, hablando en el lenguaje de ajedrez, estaba a 40 jugadas adelante”, dice admirado por la inteligencia de Francisco. También le llevó regalos simbólicos que le agradecía con calidez y humor. “Siempre le llevaba algo. Una piedra, un CD, una cartita. A veces me retaba por los regalos, pero después me abrazaba”.

A lo largo de los años, Francisco le escribió cartas manuscritas, siempre firmadas con la frase que repetía en público y en privado: “Recen por mí”. En cada una, incluía saludos afectuosos a Mabel —la esposa de Alberto— y a sus hijos. “Nunca dejaba de nombrarlos. Siempre cerraba con un saludo para Mabel y los chicos”.

Zimerman lo recuerda como un hombre profundamente espiritual, pero también profundamente consciente de los límites del cuerpo. “Nunca le tuvo miedo a la muerte. Tenía claro que lo importante era cómo se iba, no cuándo. Y él eligió irse como vivió: siendo fiel a su misión”. Aunque su salud se había deteriorado, continuó con sus tareas hasta el último instante, sin delegar, sin retirarse, sin aferrarse al poder. “Murió siendo Papa hasta el último segundo”, dice Zimerman, con la voz baja, pero firme.

Un lugar muy especial en ese vínculo lo ocupó la madre de Alberto, sobreviviente de la Shoá. “Cuando ella murió, Francisco me llamó por teléfono. Le tenía una estima enorme. Me decía que mi mamá tenía contacto directo con Dios”, recuerda. “Él se quedaba impresionado por la forma en que rezaban las mujeres judías mayores. Decía que hablaban con Dios sin intermediarios, y eso lo conmovía”. Según Zimerman, esa experiencia lo marcó: “Un día me contaba que cuando caminaba por Flores se encontraba con señoras mayores que le decían: ‘Yo siempre le pido a Dios por usted’, y él respondía con respeto, porque creía que esas mujeres tenían un canal especial con lo divino, porque en el catolicismo no se reza directamente a Dios sino a Jesucristo”.

Apartándose un poco del sentimiento de dolor por la pérdida de uno de sus amigos, Alberto habla de lo que fue Francisco para el mundo y como persona, coherente en cada aspecto de su vida. “Francisco jamás se traicionó a sí mismo”, afirma. Siendo arzobispo de Buenos Aires, viajaba en subte. En Roma, cada vez que tenía que ir a cumplir sus labores, se comportaba igual: “Se tomaba el tren desde Fiumicino hasta Termini, y de ahí el colectivo al Vaticano. No quería que lo fueran a buscar”.

Uno de los gestos más insólitos —y al mismo tiempo más reveladores del carácter de Francisco— fue su negativa a operarse de la rodilla, pese a los dolores y a las recomendaciones médicas. Ese malestar lo acampanó hasta el final. “Él estaba por entrar al quirófano y le preguntó a una monja que estaba en el lugar qué tal eran lo médicos. La monja, una mujer anciana, le dijo que ella no confiaba en los médicos. Francisco se levantó de la camilla y se fue. No dejó que lo operasen. Tenía un respeto enorme por los mayores, y lo que le dijo esa mujer fue suficiente. No se operó nunca”.

Su liderazgo, asegura Zimmerman, trascendía lo religioso. “Fue un gran amigo del pueblo judío, sí. Pero también fue un gran amigo de los musulmanes”. Y agrega: “Su gesto más audaz no fue hacia nosotros, los judíos, que somos un pueblo chico; sino con los musulmanes: fue entrar en la universidad más importante del islam y firmar allí un compromiso por la paz, por el respeto mutuo, por la vida. Ningún Papa había hecho algo así. Eso lo hace único”.

Sobre el final de una entrevista que se extendió por unos 70 minutos, Alberto dice que el legado de Francisco se define por su coherencia moral, su austeridad personal, y una visión universalista. Fue un Papa que habló de justicia social y que enmarcó su prédica en el amor.

En el último encuentro que compartieron, en noviembre de 2024, Alberto accedió a tomarse una foto. Es la única imagen que eligió compartir. “Mírale la cara”, pide. “Era un hombre feliz haciendo lo que hacía. Trascendió la religión, trascendió la política. Fue un líder espiritual para toda la humanidad. Y para mí, un gran amigo”, finaliza.

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